Prensa

Por qué volvías cada verano

Por qué volvías cada verano. Tripa y corazón.

Por Mauro Libertella para La Agenda Revista.

10 de julio de 2018.

Algunas veces la densidad de los libros se juega en su longitud; corredores de larga distancia, apelan a que nos quedemos a vivir adentro de esas páginas por un tiempo vasto, abierto, virtualmente infinito. Otros textos buscan el efecto inverso: comprimir la experiencia al máximo y que cada línea signifique todo lo que pueda significar. Son libros en los que sus párrafos son bloques estructurales: si los sacamos, el edificio se derrumba. La poesía está, por definición, en ese segundo grupo. Y también está Por qué volvías cada verano, el primer libro de Belén López Peiró.

Si nos aferramos a lo que indica la ficha legal de la segunda página, este libro entraría en dos categorías: literatura feminista y textos biográficos. Desde luego, esa rúbrica es tan solo una convención amplia que ponen los editores para que los libreros sepan en qué estantería ubicar ese aluvión imparable de libros que les llegan todos los días y que ni siquiera puede hojear. Pero en este caso puntual la pregunta por el género es doblemente apropiada: es un libro que se pregunta por la construcción del género en términos sexuales y que también problematiza la construcción del género en términos textuales, literarios. Por lo pronto, diríamos que es una denuncia, una reconstrucción judicial, un testimonio, una evocación, un réquiem, una novela, un non-fiction.

Por qué volvías cada verano aborda una serie de abusos que la autora sufrió de parte de su tío –comisario– a partir de sus trece años, en el pueblo en el que ella pasaba sus vacaciones con esa parte de su familia, y el juicio que ahora está en curso, con los efectos que todo el caso tuvo y tiene en distintos miembros de la familia y de la comunidad. En varios sentidos, este libro es una reconstrucción. Lo es de modo polisémico, porque es al mismo tiempo la reconstrucción de un caso penal, con sus consecuencias en la justicia, pero es también la reconstrucción de una subjetividad rota. El texto es el modo que encontró la autora de pegar las piezas que su tío rompió. Esa palabra, “romper”, se repite acá y allá a lo largo del texto, como una contraseña sombría, y la escritura es el último (el único) modo que le queda a Belén de enmendar, si eso fuera posible, lo que la brutalidad de ese hombre quebró. Así, si lo roto está en el “tema” del libro, tiene que estar necesariamente en la forma, en el armado. Con un recurso polifónico, Por qué volvías cada verano tiene por momentos un tipo de montaje fracturado que recuerda a los documentales: personas que hablan sobre un mismo objeto (en este caso, el abuso), desde perspectivas a veces contrapuestas, y luego una serie de pruebas (en este caso, los testimonios del juicio, que se transcriben con rigurosidad). “Es su palabra contra la nuestra”, le dice en algún momento alguien y finalmente se trata también de eso: de cuál es el grado de autoridad de las palabras en el siglo XXI, de cómo las palabras tienen distinto tipo de gravitación según el contexto –en un juicio, en una charla de entre casa, en un libro. Todas las declaraciones que se transcriben, empiezan con una misma advertencia: “No obstante la relación, seré verás en mis dichos”. Pero el hecho de que estén bajo juramento, ¿las vuelve realmente más veraces?

A veces los libros se escriben para alguien. Otras veces no. Hay textos que parecen tener un destinatario claro, explícito, evidente: alguien a quien se le quiere transmitir un mensaje, alguien a quien homenajear, alguien a quien herir. En algún momento de este texto, la autora suelta: “¿Que tu vieja te abandonó? Sí. ¿Que tu viejo te descuidó? Sí. ¿Que tu hermano se desligó? Sí. Y está bien que estés enojada, pero ninguno de ellos es cómplice y el único criminal ya está siendo juzgado por la justicia”. Mucha gente tiene incidencia en un caso así. Eso nos explica este libro. Los que se hacen los boludos, los cómplices, los que prefieren no creer, los que ayudan, pero de manera contraproducente. En ese sentido este es también un relato sobre cómo se comportan las personas en situaciones límite o extremas. Se suele decir aquello de que solo en las malas se ve si las personas valen la pena o no, y esta historia lo evidencia de modo transparente. Hay poco “mea culpa” a lo largo del relato, pero los hay. Por ejemplo, una médica que revisó a la niña después de los primeros casos y vio que tenía rasgaduras internas en la vagina, pero creyó la versión de la nena que le dijo que se había lastimado con el caño de la bicicleta, le dice ahora: “De haberlo sabido, no hubiera dudado en decirle a tu mamá. Yo creo que todo en la vida es una enseñanza. Quizás vos, ahora, puedas tener más cuidado cuando tengas una hija. Y quizás yo, ahora, le preste más atención a tus pacientes”.

Sabemos, desde Operación Masacre, que una denuncia de no ficción solo es efectiva si está erigida con el arsenal literario más sofisticado. Los pocos fragmentos donde está la voz de Belén López Peiró (aunque todo el libro es escritura) son de una contundencia expresiva increíble; son, como quería Roberto Arlt, auténticos cross a la mandíbula. Así, por ejemplo, describe al hombre que abusó de ella: “Hacer como si nada pasara es respaldarlo. Es ser complaciente con una bestia que fue capaz de domar a palos a su mujer y cojerse a su sobrina; es ser condescendiente con un tipo que cobró con cuerpo sus bondades; es aceptar y promover las brutalidades de un hombre que cree que puede tomar prestada la niñez de una mujer y destrozarla”.

Más adelante, aborda también una cuestión importante y terrible en todos estos casos: la culpa de la víctima. ¿Cómo sacarse eso de encima? ¿Habrá que cambiar las palabras que usamos para modificar el funcionamiento psicológico de una época? Escribe, siempre en estado eléctrico, de máxima intensidad: “Llamarlas víctimas es volver a garcharlas otra vez. Y otra vez. Es convencerlas de que les cagaron la vida, de que su historia empieza y termina ahí, con el tipo adentro. Les hacen creer que son a partir de él, que su identidad se construye a partir de la violación, que sus derechos fueron vulnerados y que ya nadie les va a garantizar que no se las vuelvan a coger. Las convencen de resguardarse puertas adentro, de cerrar las piernas, de que son responsables y por eso merecen el propio castigo”.

¿Tiene un final este libro? La respuesta puede ser tanto que sí como que no. No lo tiene en un sentido de intriga narrativa: no sabemos qué pasó con el juicio, qué pasó con ese tío, qué pasó con el resto de su familia. ¿Habrá sido juzgado? ¿Seguirá violando chicas por ahí? Pero en otro sentido, en un sentido profundo, atávico, el libro tiene el final por el que se escriben este tipo de textos: la autora, cuando lo termina, es otra. Se saca algo de encima, crece, entiende cosas, asume otras, cura heridas, suelta lo que hay que soltar. Por qué volvías cada verano es un libro que genera una enorme empatía no solo por lo terrible del tema, del que nadie puede quedar indiferente, sino porque hace lo que tiene que hacer un texto en primera persona: transmite una experiencia, la ofrecer, la ofrenda. Por eso, en la contratapa, Gabriela Cabezón Cámara le agradece, porque las ofrendas deben ser agradecidas: “Gracias, Belén, por todo el coraje y toda la fuerza”.

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